El optimismo sin fe no salva.

El hombre sin fe frente al misterio de la muerte tiende a adoptar dos posturas: la de una profunda desesperación y la de un ingenuo optimismo.

También las trágicas consecuencias de la emergencia epidémica dictada por el coronavirus han generado la misma reacción. Además de los habituales pesimistas sombríos y tétricos, de hecho, no podían faltar los irreducibles optimistas ingenuos.

Ha constituído un excelente ejemplo de esto último la iniciativa lanzada a mediados de marzo: exhibir en las ventanas y balcones de Italia manifiestos o sábanas un letrero “¡Todo saldrá bien!”, acompañada de la imagen de un arcoiris, y da los infaltables hashtag en la Red, como #andràtuttobene y #coloravirus.

Es un tentativo tan desesperado como vano de exorcizar el misterio que, como ya había lúcidamente subrayado la voz profética de monseñor Luigi Giussani hace treinta años, se basa en dos factores.

El primero de estos factores – según el fundador de C.L. – es aquel «optimismo instintivo e infundado que ha dominado toda la cultura moderna y que hemos heredado del mundo greco-romano». Se trata, por cierto, de un «optimismo superficial, mentiroso» y quien «pretende ostentarlo debe estar profundamente distraído de lo que sucede junto a sí», de consecuencia, en el fondo, se reduce a un «optimismo cínico».

El segundo factor, Giussani lo describe de esta manera: «El hombre reacciona esperando en la fuerza de su voluntad, de su capacidad constructiva, y también esta es una característica de nuestro mundo. Se pone la solución de la vida en utopías, proyectos hechos para sí, de modo individual, o para el conjunto. Se pone la salvación en varias formas de utopías, se devanea en sueños, o sea en esperanzas limitadas, basadas en aspectos parciales». Pero no es sobre todo esto que puede basarse la verdadera esperanza.

Al respecto, es muy interesante una carta que Valclav Havel, el gran intelectual disidente checoslovaco y padre de la “Revolución de Terciopelo”, escribió desde la cárcel a su mujer Olga el 17 de enero del 1981. Merece ser transcrita integralmente:

«Querida Olga, lo más importante de todo para ti es no perder la fe y la esperanza. Cuando hablo de fe y de esperanza no estoy pensando en el optimismo en el sentido convencional de la palabra, con el cual usualmente se suele expresar la convicción que “todo saldrá bien”. Yo no comparto un principio semejante, lo considero – si expresado de una manera tan genérica – una peligrosa ilusión. No sé cómo “todo” podrá salir y, por lo tanto, debo aceptar también la posibilidad de que todo o, por lo menos, la mayoría de las cosas, salga mal. El optimismo (tal como yo lo entiendo aquí) no es, entonces, algo
únicamente positivo, sino más bien lo contrario: en la vida he encontrado muchas gentes que, cuando tenían la sensación que todo saldría bien, se llenaban de euforia y brío, pero, al pensar en el futuro, pasaban en la primera oportunidad a la opinión opuesta, usualmente, en la primera oportunidad y se sumergían en un profundo escepticismo. Su escepticismo (que a menudo se expresaba de manera catastrófica) era, obviamente, tan emotivo, superficial y selectivo que su precedente entusiasmo: se trataba solo de dos caras de una misma moneda. Cuando alguien necesita una ilusión para vivir, ello no es expresión de fuerza sino de debilidad. Una fe auténtica es algo incomparablemente más profundo y misterioso que una emoción optimista (o pesimista), y no depende de cómo, en un dado momento, la realidad aparece. Y es también por esta razón que solamente el hombre de fe, en el sentido más profundo del término, es capaz de ver las cosas como realmente son, y de no equivocarse, ya que no tiene razones ni personales ni emotivas. El hombre desprovisto de fe se preocupa apenas por una sobrevivencia la más conveniente posible y sin dolor, quedando indiferente a todo lo demás. Besos de Vašek».

El drama del hombre moderno radica aquí, o sea, en la pretensión de enfrentar la muerte sin la esperanza de la inmortalidad, sin una perspectiva de fe, sino sólo con la confianza humana de poder hacer algo para alejarla lo más posible y vivir con ella como una amenaza que se cierne sobre la existencia. Toda la cultura moderna está impregnada de lo que el mismo Giussani definía “síndrome optimista”, una postura que ha caracterizado al hombre moderno desde el siglo XVI, y que resulta basada en un «optimismo falso, presuntuoso, cínico, frustrado». Entonces, ¿cuál debe ser la postura verdaderamente razonable del hombre con respecto a la vida? Lo explica una vez más monseñor Giussani: «Cristo es la verdadera respuesta a la invitación de la positividad de la existencia, a la promesa llena de certeza, alegría y felicidad. Sin Cristo seríamos obligados a caer en un optimismo falso, presuntuoso y cínico, aunque se origine en grandes filósofos, o en el utopismo banal y grandioso, lleno, por cierto, de violencia. Dios amó al mundo de tal manera que dió a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en El, no se pierda, mas tenga la vida eterna; esto es todo el valor del mundo, esta es la única positividad de la existencia, esto es el único sentido bueno del tiempo. Todo lo demás sería una mentira provisoria, ya que destinada a convertirse en polvo».

Desde uno de los balcones de los “optimistas” de mi ciudad, además de la citada frase de aliento (“¡Todo saldrá bien!”), leí otra siempre bajo la imagen del arcoiris. Decía esto: «Todo será como antes». Allí es precisamente donde reside el error. Que todo vuelva a ser como antes, como si nada hubiera pasado, como si esto asunto de la pandemia no hubiera enseñado nada, despertado nada, evocado nada.

El optimismo falso, presuntuoso y cínico permite, aún más, no enfrentarse al Misterio. Precisamente ello sería la verdadera tragedia, mucho peor que los miles de muertos que la pandemia causará.

Gianfranco Amato