TODO ES VANIDAD

No hacía falta que llegara el coronavirus y la emergencia pandémica Covid-19 para entender lo precaria que es la vida sobre esta tierra. No necesitábamos, ciertamente, este azote planetario para ayudarnos a comprender que la existencia del hombre no es más que un parpadeo en la eternidad. Esto ya lo sabíamos.

Lo que el coronavirus ha evidenciado, si acaso, es la precariedad de toda la estructura social, política, económica que el hombre moderno ha construido. Pocos imaginaban que pudiera resultar tan precaria y frágil la sociedad liberal, la así llamada sociedad del futuro, de la técnica, de la ciencia, la sociedad del instinto dominador del hombre. Fue suficiente una entidad microscópica como este virus para demonstrar que la dimensión de la precariedad no pertenece solo a la existencia individual de cada hombre, sino que es una característica ineludible de toda la humanidad, incluso sus instituciones políticas, económicas, sociales y militares.

El hombre moderno se ha enfrentado de repente con una verdad que siembre ha querido censurarse a sí mismo. El poder, la economía, el “business”, las finanzas, las fáciles distracciones mediáticas, son máscaras que no pueden esconder una evidencia objetiva: la condición de toda la humanidad supone una precariedad absoluta. Es el “vanitas vanitatum” gritado por el Eclesiastés en la Biblia: todo es vanidad, caducidad, transitoriedad, fugacidad, precariedad.

El hombre moderno ya no tiene esta percepción, simplemente porque ya no es cristiano. Eso lo había genialmente intuido en 1914 el gran pensador francés, convertido al catolicismo, Charles Peguy en su obra Nota conjunta sobre Descartes y la filosofía cartesiana. Peguy emitió este juicio sobre los hombres modernos: «No son cristianos, quiero decir que no lo son hasta la médula. Continuamente pierden de vista la precariedad, que para el cristiano es la condición más profunda del hombre; pierden de vista esa profunda miseria; y no tienen presente que siempre hay que volver a comenzar». Según Peguy, la condición del hombre es la de una «précarité éternelle» (eterna precariedad), porque «nada de lo adquirido es adquirido para siempre», antes bien, «no hay nada más contrario al pensamiento cristiano que la idea de una adquisición eterna, la idea de una adquisición definitiva que no puede ponerse en tela de juicio». Cabe recordar que la misma no es algo adquirido de una vez y para siempre, sino que es un germen o semilla que debe cultivarse constantemente y expuesta a mil dificultades que pueden obstaculizar su desarrollo.

Ningún hombre puede sustraerse a lo que Peguy definía “profonde misère” (profunda miseria), o sea la condición de precariedad que caracteriza toda la realidad. Y frente a esta condición, dice siempre Peguy, la actitud más correcta del hombre es la de “toujours recommencer”, empezar todos los días desde el principio, volver a comenzar continuamente.

Perderíamos una gran oportunidad si nosotros también no aprovecháramos la experiencia trágica de la pandemia como una ocasión para volver a empezar no solo desde el punto de vista de la vida social, sino también de la vida cristiana. Siempre el cristiano debe empezar de nuevo. Quien no renace cada día en la gracia se hace viejo y luego muere. Se hace viejo y muere en el alma y en el corazón. ¿Qué queda, entonces? Queda Jesucristo. Queda Dios.

Se nos ha dado la vida para esto. Porque sin una relación responsable, libre y gratuita con el Eterno, no tendría sentido la precariedad y la fragilidad del vivir.

Hace muchos años me llamó la atención una descripción de la figura de Cristo representado en el celebre cuadro de Caravaggio, conocido como Cena en Emaús. El crítico de arte escribía, de hecho, a propósito de la imagen de Jesús: «Él, al revelarse, ilumina las caras curtidas de los hombres que están alrededor y la realidad mísera, cotidiana, que está en sus manos: el pan y la naturaleza muerta sobre la mesa». Todas las cosas, por lo tanto, son abrazadas y asimiladas por su presencia, y se tornan en una reverberación de esta presencia. Sin la luz de Cristo el hombre está ciego. No tiene pistas, camina a tientas en su precariedad. Es una condición que todos hemos conocido debido a la herida causada por el pecado original.

Se cuenta que el Papa Pio XII se acercó a un grupo de peregrinos. Todos se inclinaban y le besaban la mano, excepto uno que se quedó con la cabeza baja y no se movió. El monseñor que acompañaba al Papa comentó: “Santidad, está ciego”. Entonces, Pio XII le puso una mano sobre la cabeza y le dijo: “Todos estamos ciegos”. Todos caminamos a tientas en la precariedad.

Por ello la situación desconcertante provocada por el coronavirus hace más que evidente la inconsistencia de la pretensión del hombre moderno de ver con ojos ciegos. Hay una representación artística que manifiesta de manera eficaz y evocativa el sentido de precariedad del hombre. Se trata de la Tercera Sinfonía que Beethoven compuso entre 1802 y 1804.

En un esplendido comentario musical monseñor Luigi Giussani definió aquella magistral composición come una «dramática meditación sobre la muerte, que plantea la evidencia de la precariedad del tiempo, del hombre que es tierra y polvo». Al escuchar esas notas se percibe claramente la idea de la caducidad y de la muerte como de un sentimiento de tristeza. Y allí está el error del hombre moderno que no quiere aceptar esas condiciones como parte ineludible de su existencia, sino que se rebela a ellas.

Giussani, precisamente comentando las notas de Beethoven, explicaba que la precariedad y la muerte representan, en realidad, una pregunta genial: ¿cómo puede ser eterna la vida? Nosotros no podemos imaginar cómo será la vida en el más allá, solo sabemos que Dios no nos hará perder nada de lo que tenemos aquí. De hecho, la tierra es algo espectacular. Sin ella no puede florecer nada. La tierra, paradójicamente, es una precariedad sembrada, y ni siquiera sería digna de ser considerada si no fuera sembrada y habitada. La tierra es sembrada y habitada por lo Verdadero.  Monseñor Giussani lo explicaba de esta manera: «La tierra es sembrada y habitada por el “reflejo” del Logos de Dios, tanto para las semillas de las plantas, como para la semilla humana, siendo Cristo, Señor resucitado, consistencia última de todo».

Muchos, también hoy, frente al sentido colectivo de precariedad y de muerte que el coronavirus está propagando a nivel mundial, intentan refugiarse en sus propios intereses, en sus propios asuntos, en sus propios negocios, buscando en ellos una estabilidad que jamás le podrán dar. Todo es precario. Todo pasa. Nunca como en las circunstancias impuestas por la actual pandemia resulta verdadero que la única y autentica estabilidad es la basada en Jesucristo y su Cruz. Nunca como en este tiempo resulta verdadero el antiguo lema de los Cartujos: «Stat Crux, dum voltitur orbis». Solo la cruz permanece estable en el vertiginoso torbellino de la precariedad del mundo.

 

Gianfranco Amato