Salud y Salvación

Hay unos hombres de Iglesia que en este momento están rezando para que los científicos consiguen pronto una vacuna contra el coronavirus que provoca la pandemia de Covid-19.

Pero si la oración se limita a este asunto hay un problema desde el punto de vista de la fe.

Me señalaba un sacerdote que aunque la ciencia encontrara la vacuna pero todos siguieran pecando, empezarían otras pandemias peores, como ha demostrado el secreto de Fátima sobre la profecía de la segunda guerra mundial.

El verdadero problema, en realidad, es la salvación del alma, problema que muchos católicos hoy tienden a olvidar. Corremos, así el riesgo de llegar a un punto muerto si, como creyentes, nos limitáramos a rezar a Dios únicamente para que pare detenga el coronavirus.

Por supuesto, la primera, inmediata e instintiva invocación de ayuda que el corazón del hombre puede gritar en una situación de emergencia es la de salvar la vida. Es la de pedir a Dios que consiga una manera de detener la pandemia que está azotando al mundo entero. Pero esto por sí solo no puede ser. Como señaló recientemente monseñor Giampaolo Crepaldi, Arzobispo de Trieste, la palabra latina “salus” significa salud, en el sentido sanitario del término, y significa también salvación, en el sentido ético-espiritual y sobretodo religioso; la emergencia pandémica que estamos viviendo demuestra una vez más que los dos significados están interrelacionados. Por eso, no debemos olvidar la importancia de la salvación del alma, además del cuerpo.

Y pensar que los cristianos conocen muy bien la advertencia de su Maestro: «Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?» (Mt 16 25-26). Parafraseando las palabras de Jesucristo podríamos preguntarnos ¿de qué sirve al hombre salvar su vida, si pierde su alma?

El punto es que el hombre moderno ha perdido esta perspectiva porque ha perdido el sentido del pecado. Eso lo había lucidamente preconizado uno de los mas grandes Pontífices del siglo XX, el Papa Pio XII, cuando el 26 de octubre de 1946 en el radiomensaje trasmitido para el final del Congreso Catequético de los Estados Unidos, celebrado en Boston, anunció que «el más grande pecado del mundo actual es, tal vez, el hecho que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado» (Discursos y radiomensajes, VIII, p. 288). Hoy, en el siglo XXI, podemos tranquilamente decir que este sentido se ha perdido definitivamente. El hombre de nuestro tiempo vive una especie de “anestesia de la consciencia”. Tiene, tal vez, un vago sentimiento de culpa, un complejo de culpa, pero no es más el sentido del pecado. Todo esto porque Dios ha desaparecido del horizonte de la sociedad. Es el pecado, no el coronavirus, el que produce la única verdadera infección que debemos temer, o sea la que mata al alma. Y esta infección, hoy, se propaga también a través de las leyes inicuas, que claman venganza ante Dios, como la ley sobre el aborto, la eutanasia, la fecundación artificial, la ideología de género, o la ley para combatir la llamada “homofobia”.

Si los cristianos no entienden esto o, peor aún, aprueban las leyes inicuas, si no están capaces de reaccionar al número creciente de manifestaciones blasfemas y sacrílegas, si pecan impúdicamente  de idolatría, si admiten la convivencia more uxorio o el divorcio, si sostienen que no se puede hablar de pecado sino de “situaciones complicadas” o “fragilidades”, entonces no se sorprendan si Dios les contesta que no puede ayudarles, y se alrededor de ellos no hay nada más que lo que el profeta Daniel definía la «abominación de la desolación».

Y, sin embargo, los cristianos conocen la advertencia de Jesús: «Vete, y no peques más» (Jn. 8, 11).

Si se pierde la consciencia del pecado, se reduce todo a una dimensión material, y la muerte física aterroriza más que la muerte espiritual. Es lo que está pasando en estos días de pandemia, también, lamentablemente, entre muchos cristianos.

Pero si los cristianos no saben más ser testigos de la diferencia, ¿para qué sirven? Arriesgan de convertirse en la «sal sola», que no sirve a nada «nisi ut mittatur foras et conculcetur ab hominibus» (Mt 5, 13), por lo que se tira afuera y es pisoteada por la gente. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” Los cristianos siempre deben tener en la mente esta pregunta, y ser conscientes de su responsabilidad enorme de mantener viva la llama de la Verdad hasta el regreso de Cristo.

Hace años, monseñor Luigi Giussani quiso recuperar gran parte de la literatura católica censurada por la hegemonía marxista que desde la posguerra domina incontestada el panorama cultural italiano. Giussani convenció al Editorial BUR, Biblioteca Universale Rizzoli, de publicar una Colección denominada Los Libros del Espíritu Cristiano. Entre esas obras – verdaderas perlas – hay una que leí con mucho gusto: la novela Muerte, ¿dónde está tu victoria? del escritor católico Henri Daniel-Rops (1901-1965), académico de Francia. En esta novela Daniel-Rops hacía decir a uno de sus personajes, el Abad Pérouze, estas palabras: «La única vida es ésa: la que nos proporciona nuestra lucha por nuestra alma (…). Los hombres de hoy desconocen esta verdad fundamental del hombre que se vence y se sobrepasa. Han barrido el pecado de su vida y de sus libros, y por eso han ido a parar a un arroyo fangoso, en el que sin saberlo se debaten y se hunden».

Esperemos que todos, creyentes y no creyentes, puedan recuperar la consciencia de la necesidad de reconocerse humildemente impotentes y pecadores, para poder salvar el alma antes que el cuerpo.

 

Gianfranco Amato